William Friedkin, director del clásico de miedo de 1972, rueda en un discutible documental la lucha del padre Amorth por 'liberar' a una fiel.
Wiliam Friedkin (izquierda) y padre Gabriele Amorth.
74 Mostra di Venecia. venecia 3 septiembre de 2017.
Hace 31 años que el padre Amorth conoce al diablo. Se han visto la cara
una y otra vez. Se han retado y atacado. Tienen tanta confianza que a
menudo el cura se permite reírse del demonio o tratarle como a un
estúpido. Pero algo debe de unirlos, si hasta pasan juntos el 91º
cumpleaños del religioso. Aunque ese 1 de mayo de 2016 había unos
cuantos invitados más. Cristina, ante todo, la joven a la que el
exorcista jefe de Roma –fallecido entretanto, el pasado septiembre-
tenía que tratar de liberar. Su numerosa familia, presente para apoyar a
la mujer. Y William Friedkin,
el hombre sin el que esta historia no se conocería. Ni muchos menos se
vería en la pantalla, en el festival de Venecia. Resulta que el director de El exorcista, clásico del cine de miedo de 1972, ha regresado al mismo tema 45 años después. Pero con un documental, The Devil and father Amorth. Porque esta vez el exorcismo es real.
“Jamás había asistido a uno antes de rodar la película original. La verdad es que no sabía absolutamente nada del tema”, se ha confesado el cineasta estos días en Venecia. Entonces, aprovechó la novela de William Peter Blatty, inspirada en un caso de 1949. Y a partir de ahí dio rienda suelta a su fantasía para recrear la cruenta lucha por echar al demonio del cuerpo de una niña. Sus personajes tampoco parecían conocer mucho más del asunto. “Me están diciendo que lleve a mi hija a un brujo”, soltaba la madre de la protagonista.
La imaginación de Friedkin,
aun así, acuñó una atmósfera y momentos memorables. Aunque quedan para
el recuerdo cinéfilo: aquí no hay espacio para ello. Nada de vómito
verde, coitos con crucifijos o cabezas que giran a 360º. Nadie grita
aquel mítico “deja que Jesús te folle”. De El exorcista original
permanecen la banda sonora, que resuena antes de acceder a la sala, y
el extenuante arranque del documental, donde Friedkin rememora varias
veces ante la cámara momentos y lugares de su obra de culto.
Tan célebre fue aquel filme que hasta el padre Gabriele Amorth lo conocía. En un libro, escribió que le había encantado, aunque los efectos especiales eran exagerados. Por lo menos, fue la primera vez que pudo explicar a su entorno a qué se dedicaba. Y, hace un año, Friedkin también lo descubrió. En primera persona. El cineasta se encontraba en Italia y supo de la existencia del religioso. Le pidió un encuentro, y este aceptó enseguida. Entonces le planteó la posibilidad de filmar un exorcismo. Nunca antes el Vaticano lo había autorizado, sostiene la película. Amorth se lo pensó dos días y accedió. El 1 de mayo llevaría a cabo su novena sesión con Cristina. Friedkin podría ir, con ciertas condiciones: solo, sin equipo ni luces, con una cámara portable. “Eso hice”, explica el director.
Y eso se ve en la pantalla, ni más ni menos. Está lejos la profundidad con la que afrontaba el exorcismo otro documental, Liberami, que ganó el apartado Horizontes de La Mostra el año pasado. Aquí, durante unos 20 minutos, un plano fijo muestra a Amorth y Cristina –o quién sea en ese momento- en pleno duelo. Antes, una rápida introducción asegura que unas 500.000 personas al año en Italia recurrirían a los exorcistas. Y una breve entrevista con la joven aclara que no sabe si está poseída pero no se siente comprendida, y muchas cosas la llevan a pensar que algún mal espiritual tiene que ver.
Fin del contexto. “El exorcista más fuerte que hay”, como lo define Cristina, coloca entonces su mano sobre la frente de la chica. Esparce agua santa y empieza a recitar versos, en italiano y en latín. De golpe, la mujer comienza a sacudirse y rugir. Grita “soy Satán” e invita al cura a marcharse. Este continúa su rezo, empedernido. “¿Cuántos demonios hay dentro de ti?”, le pregunta. “¡89!”, responde ella. La lucha prosigue. Amorth gana el pulso, la joven cae rendida. Y sonríe aliviada.
Hay un corte de montaje. Y resulta que Friedkin está enseñando el material a dos neurocirujanos. Ambos se quedan alucinados.
“¡Asombroso!”, dice uno. Le recuerda a los síntomas del delirium, pero la voz de la chica le ha dejado alterado: “Parece venir de otro sitio”. “Es como un animal en una jaula”, tercia el otro. El propio director agregó ante la prensa en Venecia: “He visto cosas que me han asombrado, los vudús en Jamaica, ciertas ceremonias de Sudamérica.
Nunca pensé que habría nada auténtico en el exorcismo, hasta que lo vi”. Que su fascinación quedara bien reflejada en el filme es otra historia. Para la obra de culto, esta vez, le ha faltado lo primero. Lo que queda en la pantalla es tan solo una ceremonia.
Tan célebre fue aquel filme que hasta el padre Gabriele Amorth lo conocía. En un libro, escribió que le había encantado, aunque los efectos especiales eran exagerados. Por lo menos, fue la primera vez que pudo explicar a su entorno a qué se dedicaba. Y, hace un año, Friedkin también lo descubrió. En primera persona. El cineasta se encontraba en Italia y supo de la existencia del religioso. Le pidió un encuentro, y este aceptó enseguida. Entonces le planteó la posibilidad de filmar un exorcismo. Nunca antes el Vaticano lo había autorizado, sostiene la película. Amorth se lo pensó dos días y accedió. El 1 de mayo llevaría a cabo su novena sesión con Cristina. Friedkin podría ir, con ciertas condiciones: solo, sin equipo ni luces, con una cámara portable. “Eso hice”, explica el director.
Y eso se ve en la pantalla, ni más ni menos. Está lejos la profundidad con la que afrontaba el exorcismo otro documental, Liberami, que ganó el apartado Horizontes de La Mostra el año pasado. Aquí, durante unos 20 minutos, un plano fijo muestra a Amorth y Cristina –o quién sea en ese momento- en pleno duelo. Antes, una rápida introducción asegura que unas 500.000 personas al año en Italia recurrirían a los exorcistas. Y una breve entrevista con la joven aclara que no sabe si está poseída pero no se siente comprendida, y muchas cosas la llevan a pensar que algún mal espiritual tiene que ver.
Fin del contexto. “El exorcista más fuerte que hay”, como lo define Cristina, coloca entonces su mano sobre la frente de la chica. Esparce agua santa y empieza a recitar versos, en italiano y en latín. De golpe, la mujer comienza a sacudirse y rugir. Grita “soy Satán” e invita al cura a marcharse. Este continúa su rezo, empedernido. “¿Cuántos demonios hay dentro de ti?”, le pregunta. “¡89!”, responde ella. La lucha prosigue. Amorth gana el pulso, la joven cae rendida. Y sonríe aliviada.
Hay un corte de montaje. Y resulta que Friedkin está enseñando el material a dos neurocirujanos. Ambos se quedan alucinados.
“¡Asombroso!”, dice uno. Le recuerda a los síntomas del delirium, pero la voz de la chica le ha dejado alterado: “Parece venir de otro sitio”. “Es como un animal en una jaula”, tercia el otro. El propio director agregó ante la prensa en Venecia: “He visto cosas que me han asombrado, los vudús en Jamaica, ciertas ceremonias de Sudamérica.
Nunca pensé que habría nada auténtico en el exorcismo, hasta que lo vi”. Que su fascinación quedara bien reflejada en el filme es otra historia. Para la obra de culto, esta vez, le ha faltado lo primero. Lo que queda en la pantalla es tan solo una ceremonia.
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