San Pedro apóstol (+67), primer Obispo de Roma, alerta a la
comunidad cristiana, para que conozca en la fe desde el principio cuál
va a ser realmente su combate.
«Estad vigilantes. Vuestro adversario,
el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar.
Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que vuestra comunidad fraternal en
el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos» (1Pe 5,8-9).
San Ignacio de Antioquía (+107) integra en su vida espiritual
cristiana la lucha contra el demonio en una continuidad perfecta con el
Evangelio. Así se ve frecuentemente en sus escritos:
«Sólo hemos de esforzarnos en imitar
al Señor, a fin de que no se vea entre vosotros huella alguna del
diablo, sino que en toda castidad y templanza permanezcáis en Jesucristo
corporal y espiritualmente» (Efesios X,3). «El que honra al obispo, es
honrado por Dios. El que a ocultas del obispo hace algo, rinde culto al
diablo» (Esmirniotas IX,1). «Por el amor que os tengo, hago de centinela
vuestro, previendo y señalando las asechanzas del diablo»
(Tralianos VIII,1). No impidáis mi martirio: «fuego y cruz, manadas de
fieras, quebrantamiento de mis huesos, trituraciones de todo mi
cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo
de que yo alcance a Jesucristo» (Romanos V,3).
San Antonio Abad (+356) es conocido por nosotros a través de
la Vida de Antonio escrita por el gran doctor de la Iglesia San Atanasio
(+373), que pudo conocerla muy bien, al ser amigo de los monjes
egipcios, con los que convivió durante alguno de sus exilios. Este libro
tuvo gran importancia en la configuración primera de la espiritualidad
monástica, que se atenía con inmensa reverencia a Antonio y a Atanasio.
En la Vita Antonio queda muy claro que el combate por la perfección
evangélica se libra no tanto contra el mundo y la carne, sino que es
sobre todo una lucha a muerte contra el demonio.
Ya al inicio mismo de su vocación, Antonio se vió hostigado duramente por el diablo, empeñado en frustrarla (5-6):
«éste fue el primer combate de Antonio contra el diablo, o mejor, el éxito del Salvador, que realizó esto en Antonio» (7,1).
Adentrándose al poco tiempo cada vez más en las soledades del
desierto, se recogió en unos sepulcros abandonados muy lejos de la
ciudad.
«Pero el enemigo no pudiendo soportar
esto y temiendo que Antonio poco a poco convirtiera el desierto en la
ciudad de la ascesis, se acercó una noche con una multitud de demoniois y
le dieron tal paliza que, a causa de los dolores, cayó a tierra sin
voz» (8,1).
«No pudiendo permanecer en pie por los
golpes recibidos de los demonios, oraba postrado y tras la oración
decía: “Aquí estoy, soy Antonio. No huyo de vuestros golpes. Aunque me
golpeéis más, nada me separará del amor de Cristo”» (9,2).
Siguieron produciéndose las terribles impugnaciones diabólicas, de
tal modo que cuando algunos le visitaban se quedaban aterrorizados al
escuchar desde fuera los ruidos, golpes y gritos. Pero Antonio les
decía:
«Los demonios provocan tales visiones
contra los temerosos. Vosotros haced la señal de la cruz, y marchad
confiados. Dejad que ser burlen de sí mismos» (13,4-5).
Nuevas luchas contra los demonios hubo de librar en su última ancianidad, venciendo siempre afirmándose en el Salvador:
«marcháos inmediatamente, pues yo soy siervo de Cristo» (52,4; cf. 51-53).
Antonio llegó a vencer al demonio en forma tan absoluta, que expulsaba demonios de los posesos con irresistible eficacia. En muchos casos su potencia exorcista se mostraba irresistible, y siempre con efectos perdurables:
por ejemplo, una joven (48,1-3); un
joven terriblemente humillado por el diablo, que le hacía comer sus
propios excrementos (64,1-5); una endemoniada llevada a él por su madre:
«hombre de Dios, mi hija es terriblemente atormentada por el demonio»
(71,1-3).
Por otra parte, el libro Vida de Antonio dedica varios capítulos a
exponer las líneas ascéticas fundamentales de la lucha contra el demonio
(21-43):
oración, ayuno, fortaleza en Cristo, no temer, llegar a ser temible para el diablo,
etc. Es un breve código ascético anti-diabólico que hasta hoy mantiene
toda su vigencia. Los historiadores del monacato primitivo hacen notar
que, una vez que innumerables monjes se apoderaron espiritualmente del
desierto, disminuyeron muy notablemente las hostigaciones del diablo.
San Francisco de Asís (+1226), según refieren las crónicas
primeras hagiográficas, en varias ocasiones mostró su poder en Cristo
sobre los demonios, como en éstas que recuerdo aquí:
Vino el santo a la ciudad de Castello,
«acudieron muchos ciudadanos,
trayéndole una mujer largo tiempo endemoniada, y le rogaban humildemente
que la remediase, porque alborotaba toda la comarca, ya con aullidos
dolorosos, ya con crujidos crueles, ya con ladridos de perro. San
Francisco se puso en oración, y luego hizo sobre ella la señal de la
cruz, mandó al demonio que la dejara, e inmediatamente quedó sana de
cuerpo y mente» (Florecillas, p.II, consideración IV).
«Llegó a la ciudad de Arezzo, devorada
toda por lucha intestina, que amenazaba próxima catástrofe. Cobijado el
hombre de Dios en una choza de las afueras de la ciudad, vió sobre el
circuito de la misma a los demonios, que daban muestras de gran contento
mientras azuzaban a sus habitantes a la lucha unos contra otros».
Compadecido Francisco, envió a Fray Silvestro a que fuese a la puerta de la ciudad y expulsara a todos los demonios.
«Se apresuró la piadosa sencillez a
cumplir la obediencia, y alabando la presencia de Dios, gritó
fuertemente ante la puerta: “De parte de Dios, y por mandato de nuestro
Padre Francisco, marcháos, demonios todos, lejos de aquí”. Poco después
se pacificó la ciudad y con gran tolerancia guardáronse mutuamente los
derechos de la ciudadanía».
Predicándoles después Francisco les dijo:
«Dirijo la palabra a vosotros, no ha
mucho cautivos del diablo y presos de los demonios, pero a quienes veo
ahora libres de los mismos, por las súplicas de cierto pobrecillo» (Tomás de Celano, Vida segunda p.II, 108).
Santo Domingo de Guzmán (+1221), entendía bien que el combate
principal de los cristianos, y muy especialmente de aquellos que más
procuran la perfección evangélica, es contra el demonio. Traigo sólo un
ejemplo.
«Estando en España, en el pueblo
llamado Guadalajara, tentó el demonio a algunos de los frailes que le
acompañaban para que se alejasen del bienaventurado varón; y ello no se
ocultó al santo varón Domingo antes de que se realizase […] y lleno del
espíritu de Dios, comprendió que era inminente sobre los frailes el
grave trance de una tentación diabólica, y les refirió la terribe visión
[que había tenido], exhortándolos a que resistieran valientemente al
tentador, que no se apodera de nadie si no se le entrega uno
espontáneamente. Poco tiempo después, a excepción de tres frailes, los
otros «se apartaron de él por persuasión diabólica […] Y el Padre santo
no se indignó contra aquellos que le habían abandonado, sino que, movido
a compasión, recurrió al punto al refugio de la oración; y aquellos que
no había podido retener con amonestacines, los recobró con súplicas,
porque poco después, como por instinto de la divina gracia, volvieron a
él casi todos» (Pedro Ferrando, O.P. +1254?: Leyenda de Santo Domingo cp. XXIX).
San Vicente Ferrer (+1419), dominico, uno de los más grandes
predicadores de la historia de la Iglesia, obró en vida muchos milagros,
y con gran frecuencia manifestó el poder de Cristo en sus exorcismos.
«Para más autorizar la palabra de
Dios, tenía por costumbre, acabado el sermón, a lanzar los demonios de
los hombres endemoniados que le traían, para lo cual tuvo especial
gracia, gratis data» (Justiniano Antist, O.P., Vida de S. Vicente Ferrer, p.I, c.6).
San Ignacio de Loyola (+1556) era sumamente consciente de que
los grandes combates ascéticos y apostólicos en favor del Reino de
Cristo se daban no tanto contra la carne y la sangre, sino contra los
espíritus malignos, los demonios, contra el Príncipe de este mundo. Y en
sus escritos hace referencia al diablo con gran frecuencia, expresando
así su íntima y continua convicción. Multiplica los avisos, ayuda a
reconocer la acción del demonio, describe minuciosamente cuáles son sus
tácticas y sus engaños, señala los modos más eficaces para combatirle,
etc. En sus escritos son cientos estas observaciones experimentales y
enseñanzas doctrinales y espirituales, como para reunirlas en un libro
de doscientas páginas.
El texto donde quizá mejor sintentiza su doctrina es el que hallamos
en los Ejercicios espirituales (136-143), en la meditación de las dos
banderas. Describe allí el campamento de Cristo en toda su grandeza,
poder y belleza. A él contrapone el
«otro campo en región de Babilonia, donde el Caudillo de los enemigos es Lucifer». Y enseña cómo el Enemigo
«hace llamamiento de innumerables
demonios y cómo los esparce a lo unos en tal ciudad y a los otros en
otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados
ni personas algunas en particular».
Santa Teresa de Jesús (+1582),
con la oración, la cruz y el agua bendita,
libró grandes batallas contra los demonios, que se le representaban a
veces con horribles formas. Al principio se asustaba, pero pronto se
afirmó en la fe de que los cristianos somos reyes en Cristo, y
participamos de su señorío sobre toda criatura, también sobre los
demonios.
«Si este Señor es poderoso, como veo
que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios –y de esto
no hay que dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de este Señor y Rey
¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo
fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la
mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo,
que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con
aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: “venid ahora
todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer”».
Y en esta actitud desafiante, concluye:
«No hay duda de que me parecía que me
tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos
que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque,
aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casimiedo, antes me
parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos,
bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de
moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco,
no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).
Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios:
«no hay cosa con que huyan más para no
volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la
virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida
consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy propio
de ella: «considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la
Iglesia» (ib. 31,4; cf. 31,1-11).
San Antonio María Claret (+1870), fundador de los Misioneros
Hijos del Corazón Inmaculado de María (claretianos), como otros grandes
predicadores populares, manifestó el poder divino de Cristo Salvador no
solamente con la palabra, sino también con los actos de exorcismo. Él
mismo refiere en su Autobiografía la fórmula de exorcismo que empleaba:
«Satanás con todos tus secuaces: como
Ministro que soy, aunque indigno, de Jesucristo y de María Santísima, te
mando que te marches de aquí y te vayas a tu lugar. Te lo mando en
nombre del Padre +, que nos ha criado, en nombre del Hijo +, que nos ha
redimido de tu tiranía, y en nombre del Espíritu Santo +, que nos ha
consolado y santificado. Amén.»
«Te lo mando también en nombre de María Santísima, Virgen y Madre de Dios vivo +, que te ha machacado la cabeza.»
«Vete, Satanás; vete, soberbio y envidioso; nunca jamás impidas la conversión y salvación de las almas» (n. 273).
Sin embargo, en el capítulo IX de ese mismo libro trata De la
curación de energúmenos y de las muchas ficciones que hay entre los que
se dicen posesos (183-191). Al describir sus primeras misiones en
Cataluña, se muestra muy reticente ante las posesiones diabólicas muchas
veces falsas, haciendo notar también, por otra parte, que su condición
de misionero itinerante era difícilmente compatible con el servicio de
exorcista, que suele exigir largo tiempo y dedicación.
«Viendo yo que muchísimos [de los que
se presentaban o le eran llevados como posesos] no tenían tales demonios
y, por otra parte, al ver que me hacían perder mucho tiempo, que lo
necesitaba para oír confesiones de los que se habían convertido por la
predicación, me dije: “Más necesario es que saques los demonios de las
almas que están en pecado mortal que no de los cuerpos, si es que éstos
los tienen”» (n. 184).
San Juan María Vianney (+1859), en un descuido, se le escapó
una confidencia al responder a un feligrés muy amigo que le preguntó
cuántos conversiones habría más o menos cada año en la parroquia.
«Más de setecientas», le respondió. ¡Dos conversiones al día, y de
«peces gordos»,
como él decía! ¡Y conversiones que perduraban!… Se comprende que los
demonios odiaban indeciblemente a aquel hombre que, con la fuerza del
Salvador, les arrancaba tantos hombres cautivos tanto en el confesonario
como también por los exorcismos, mostrando en ambos ministerios una
potencia espiritual irresistible (A. Trochu, El Cura de Ars, p.I, cp.
XI).
El Santo Cura apenas dormía, y en ese poco tiempo reservado al
descanso, durante unos treinta y cinco años (1824-1858), sufrió con gran
frecuencia los furiosos ataques de los demonios: horas de insomnio y de
espantosos combates, aullidos, golpes en el cuerpo, muebles volcados o
rotos, portazos, ruidos atronadores, insultos… El escándalo nocturno que
causaban los diablos en la residencia del Cura ocasionaron que algún
feligrés de buena voluntad se ofreciera a pasar la noche en la casa.
Pero pronto, aterrorizado, suspendió la experiencia, para no volver
nunca más. No describo estos ataques porque los que se dieron contra el
santo Padre Pío eran muy semejantes, como en seguida veremos. El santo
Cura, según dejó escrito un sacerdote amigo suyo, una vez le dijo:
«Uno se habitúa a todo, amigo. El diablo y yo somos casi compañeros».
«Conforme envejecía el Cura de Ars,
las obsesiones diabólicas iban disminuyendo en número y en intensidad.
El espíritu del mal, que no pudo desalentar aquella alma heroica, acabó
por desalentarse él mismo. Poco a poco fue dejando la lucha, o mejor
dicho, Dios quiso que una existencia tan hermosa, tan pura,
aparentemente tan tranquila, pero en el fondo tan afligida, se
extinguuiese en medio de una profunda paz» (ib.).
El santo
Padre Pío de Pietrelcina (+1968), durante muchos
años, estuvo encerrado incontables horas cada día en el confesonario, a
semejanza del Cura de Ars. Y por haber liberado de la cautividad del
Maligno con la fuerza del Salvador a innumerables penitentes, era muy
especialmente odiado y combatido por los demonios. A los sufrimientos
que padecía el P. Pío causados por su estigmatización, que duró
cincuenta años, por la celebración agónica de la santa Misa, por la
compasión hacia los pecadores, por las persecuciones contra su persona y
sus obras, se añadían normalmnete los ataques de los demonios.
El padre Emilio de Marte contaba que en una ocasión, estando lleno el
convento, le pusieron una cama en la misma celda del P. Pío.
«Una noche me desperté presa de enorme
sobresalto, debido a un ruido ensordecedor. No sé qué fue lo que
ocurrió, porque, aterrorizado, me envolví lo mejor que pude entre las
mantas. Oía que sollozaba el padre Pío y que decía: “¡Madonna mía!…
¡Virgen María, ayúdame!”. Oía también carcajadas horribles y ruidos de
hierros que se retorcían y que caían por tierra y de cadenas que se
arrastraban por el suelo.»
«Recuerdo que a la mañana siguiente, a
la luz de la candela, pude ver los hierros que sostenían las cortinas y
que rodeaban la cama del padre Pío totalmente retorcidos y extendidos
por el suelo, y que el pobre padre Pío tenía un ojo horriblemente
hinchado y el rostro también muy golpeado».
Tuvo que venir el herrero y arreglarlo todo. Muchos días más tarde aceptó dar alguna explicación:
«¿Queréis saber por qué el diablo me
proporcionó tan soberana paliza aquella noche? Pues por defender, como
padre espiritual que soy, a uno de vosotros».
El padre Pío supo que un hijo espiritual estaba sufriendo una
tentación muy fuerte, y por la oración del rosario acudió a la Virgen en
su ayuda.
«Después que N.N. superó la tentación y
se durmió tranquilamente, el peso de la batalla lo debí llevar yo. Fui
apaleado terriblemente por el enemigo, pero, al fin, triunfamos
rotundamente en la batalla» (Leandro Sáez de Ocariz, Pío de Pietrelcina cp.8).
Hoy son muchos los autores católicos que, haciendo suyo el
pensamiento de los protestantes liberales, estiman que las posesiones
diabólicas son falsas; son simplemente enfermedades. Pagola, por
ejemplo, siguiendo su táctica habitual, afirma primero que Jesús no
solamente curaba enfermos, sino que «se acercaba también a los poseídos y los liberaba de los espíritus malignos. Nadie lo pone en duda». Pero añade a continuación, negando lo afirmado:
«En general, [hoy] los exegetas
tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de
casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de
conciencia” en los que el individuo proyecta de manera dramática hacia
un personaje maligno las represiones y conflictos que desgarran su mundo
interior. Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían
aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de
“proyección” de conflictos sobre otro personaje» (Jesús, aproximación histórica, PPC 2007, 4ª ed.: 169, y 10ª ed.: 179). (LAMENTABLE, VAYA CON ESTOS "TEOLOGOS" QUE TENEMOS).
Jesús «practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cultura como poseídas por espíritus malignos» (ib. 4ª ed.: 474, y 10ª ed.: 502).