Testimonio de conversión de un ex pastor evangelico.

 "El Demonio es protestante", fue la primera frase que pronuncié, tras 
mi conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su 
pastor. El escándalo fue mayúsculo. Algunos ya habían notado que mis 
vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente 
prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que 
me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y 
explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a 
causa de mis nuevos pensamientos.
"Al principio fue el Verbo"
Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer
 un artículo en esta Revista que ahora aprecio tanto, como es la que me 
honra publicando este trabajo. Yo encontraba que la nota era demasiado 
radical en sus afirmaciones, demasiado rotunda para lo que yo estaba 
acostumbrado a leer.
No me dejaba muchos ‘flancos’ descuidados por donde atacar. O refutaba 
el centro del asunto o no tenia sentido desmenuzar tres o cuatro 
aspectos como se me había enseñado a realizar de forma automática e 
inconsciente. Generalmente los católicos tienen como que una cierta 
vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la mesa, y como no muestran
 todo con claridad, es muy fácil prender fuego a sus tiendas de campaña,
 porque dejan demasiados lados flojos.
En lo personal nunca recurrí a lo que ahora entiendo como "leyendas 
negras", porque me parecía que era inconducente debatir basándome en 
miserias personales o grupales sin haber derribado la propia lógica de 
su existencia. Eso hice con algunas sectas o con temas como la evolución
 o algunos derechos humanos según se les entiende normalmente.
Reconozco que muchos de los que en ese momento eran mis hermanos caen 
en ese error, tratando de derribar moralmente al "adversario" diciéndole
 cosas aberrantes sobre su fe. Pero basta un buen argumento, y bien 
plantado, para que uno se vea obligado a retirarse a las trincheras de 
la Biblia y no querer salir de allí hasta que el temporal que iniciamos 
se calme al menos un poco. Pero no nos funciona a todos el mismo 
esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón como por el placer de 
vencer en cualquier contienda.
El artículo en cuestión me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de 
eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía 
poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el
 camino.
Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas. 
Hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi
 templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que 
nos encontrábamos. La verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso 
de verme que yo de verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a 
encontrarnos en público por obligaciones propias del pueblo. Pero de 
ordinario no nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un "cura 
nuevo", con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de 
acercarse a mí.
Primera confesión de mala fe
Yo aprovechaba – Dios me perdone – de sacarle afirmaciones que 
escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el 
ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para 
acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia 
puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces
 realmente no le importaba tanto como a nosotros, que jamás cambiaríamos
 una sola jota de la doctrina.
Otra cosa que solía hacer – me avergüenzo al recordarla – era tirar a 
mis chicos a discutir con los de la parroquia. Los pobres parroquianos 
se veían en serios apuros en esas ocasiones.
En el fondo yo me aprovechaba de que los chicos católicos estaban muy 
mal formados. Como comentábamos a sus espaldas: sólo van a la parroquia a
 divertirse, para repartir cosas a los pobres y para hacer ‘dinámicas de
 vida’, pero de doctrina y de Escrituras no saben nada.
Nos gustaba vencerlos con las cosas más tontas posibles. A veces 
surgían temas más sabrosos, pero con los argumentos normales bastaba 
para al menos hacerles callar.
Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la 
parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan "cálido" en
 su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma
 de una parroquiana, con la que ni siquiera se casó.
A cambio del párroco de siempre salió a atenderme, con una cara menos 
complacida, un sacerdote viejo y de mirada penetrante. Lo habían 
‘castigado’ relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro 
pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había 
pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no 
practicante.
Yo generalmente acudía para refrescar mi memoria y cargarme de 
elementos que luego trabajaba como materia de mis prédicas, o para 
sondear la visión católica de alguna cosa.
El Padre M. no fue tan abierto. Me recibió con amabilidad, pero con 
distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para 
aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían 
sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada 
cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en
 tierra enemiga.
En verdad quedé un poco desarmado, pero logramos charlar casi de todo. 
Casi... porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder
 como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, 
para probarle su error o mi postura.
En un aprieto que me puso, le dije: "Padre M... comencemos desde el 
principio" Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: 
"De acuerdo: al principio era el Verbo y..."
Me largué a reír nerviosamente. Aparte de que me respondía con una 
frase utilizada en la Misa (al menos en la tradicional), ¡imitaba mi voz
 citando la Biblia!
"Pastor Boullón", me dijo luego, "No avanzaremos mucho discutiendo con 
la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo 
crimen... y por eso también fue el primer Evangélico".
Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:
- Si... fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!
- Pero Cristo les respondió con la Biblia...
- Entonces usted me da la razón, Pastor... los dos argumentaron con la 
Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien... y le tapó la boca.
Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba 
el demonio le llevó a Jerusalén, y poniéndole en lo alto del templo le 
repitió el Salmo XC, II-12): "Porque escrito está que Dios mandó a sus 
ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie
 con alguna piedra"
Pero el Señor le respondió con Deuteronomio VI, 16: Pero también está 
escrito "No tentarás al Señor tu Dios". Y el demonio se alejó 
confundido.
Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por
 haber sido llamado demonio, y por lo que es peor: ¡ser tratado como el 
demonio en el desierto!
Creo que fue la plática más saludable de mi vida.
La táctica del demonio
Llegué a casa rabioso. Me sentía humillado y triste. No era posible que
 la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. 
Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué 
ayuda en la biblioteca que venia enriqueciendo con el tiempo. Consulté a
 varios autores tan ‘evangélicos’ como yo, pero de otras congregaciones.
 No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la 
Biblia para apoyar lo que decíamos y demostrar que los otros se 
equivocaban.
Me armé de fuerzas y a la primera oportunidad, caí sobre el despacho 
parroquial del Padre M. Me recibió tan amable como la vez pasada, sólo 
que esta vez su distancia la hacía menos tajante a causa de su mirada 
divertida y curiosa de la razón que me llevaba otra vez a su lado.
Le largué un discurso de media hora sobre la salvación por la fe y no 
por las obras. Concluí – creo – brillantemente con la necesidad de 
abandonar a la Iglesia. Y cerré tomando la Biblia del cura y le leí 
hechos XVI, 31: ¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. 
Cree en el Señor Jesús – respondió Pablo – y te salvarás tú y toda tu 
casa.
Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.
Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:
- "¿Continuará la lectura de San Pablo?"
- "Ya terminé, Padre M."
- "¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a 1ª Corintios, XIII, 32.
- Leí en voz alta: "Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy"
- Entonces la fe...
- La fe... la fe... la fe es lo que salva
- ¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se bien quien creó la estrategia 
protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser
 los demonios que ahora encontraron un buen medio para salvarse.
- ¿Salvarse?
- Si.. salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos 
dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? Y si sólo la fe 
salva...
- ...
- No se quede en silencio, Pastor... siéntese aquí que se aliviará un 
poco. Si quiere seguir como el Demonio, tentándome con la Biblia, le 
recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios,
 porque "como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está 
muerta" (c.II) Y aún así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo
 obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para 
salvarnos, Él dice "Si quieres salvarte, guarda los mandamientos" Ahí 
tiene usted la respuesta completa.
Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le dejo con dos recomendaciones.
 La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya 
sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted
 cuando me traiga alguna cita bíblica – sólo una me basta – en que se 
pruebe que solo debe enseñarse lo que está en la Biblia.
Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.
"Sólo la Biblia"
Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta 
de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me 
llevó a esa parroquia con otros ojos. "Si es sólo la Biblia", me dije, 
"entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la
 Biblia o no se prueba".
Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente no encontré nada. En 
años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que 
sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no 
está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden 
la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las 
doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición.
Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron 
surgiendo de la charla con el Padre M. y de la lectura de esta revista y
 de mucha literatura escrita con fines apologéticos.
El pago del mundo
Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia 
católica. Quizás sea porque un sacerdote es esencialmente distinto a un 
"Pastor" protestante, o quizás por la experiencia de distintos ordenes 
(confesión, dirección espiritual, etc.), el Padre M. acertó en su 
advertencia sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de 
esas visitas "no estrictamente ecuménicas".
Yo aún no me había percatado de esa desconfianza, pero observando con 
mayor atención notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún 
la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban.
Me decepcioné mucho, pero no me dejé vencer por la tentación. El 
demonio – pensaba – me estaba tentando con Roma y para eso endurecía los
 corazones.
Pasada una semana de angustias, me senté con mi esposa para charlar. 
Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un punto tal que no quería 
volver a la parroquia católica pero tampoco me sentía en paz con eso.
Después de la cena, oramos con los chicos y se fueron a dormir. Me 
sentí y abrí mi corazón a mi esposa. Ella había sido una amante 
confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con 
atención.
Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme 
inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza
 de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de 
fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso 
estaba resuelto... para ella.
Traté de cumplir con todo. Ella siempre fue la sensatez y me refrenaba 
en las locuras. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo 
que para mi alma. Algo me atraía de ese ambiente, y por lo demás deseaba
 la compañía de ese sacerdote provocador y bonachón.
Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como
 prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia para demostrar 
públicamente que no les guardaba ninguna simpatía.
Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.
Con el tiempo, mi familia y mis feligreses me dieron vuelta sus 
espaldas y fue la gran cruz que tuve que soportar por amar a Cristo en 
Su Iglesia.
Mi querido amigo se despide
No he querido exponer aquí todas las cosas que charlamos con el buen 
Padre M. durante semanas y semanas. Yo le visitaba furtivamente y el me 
acogía con amable paternalidad. Yo daba vueltas en torno al tema e 
intentaba responder a las sabias preguntas con las que me desafiaba. 
¡Cómo detestaba tener que darle la razón!
El tiempo me fue haciendo más perceptivo a sus sutilezas e ironías. De 
alguna forma misteriosa este sacerdote me tenía cautivado. Me acorralaba
 hasta la muerte, pero me daba siempre una salida honorable. Le gustaba 
desmoronar todos mis argumentos.
Su estilo era único: destrozaba mis argumentos, acusaciones y 
refutaciones primero desde la lógica, dándome dos posibilidades... o 
quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa estupidez. Luego, y 
sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo trataba – si tenía 
sentido – desde el punto de vista de las Sagradas Escrituras. Supongo 
que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida cultura y su gran 
vida de piedad.
Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso 
telefónico de la parroquia. Me pedía que le visitara en un hospital de 
los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para 
evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y 
partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía – jamás dio 
muestras de sufrir – y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba
 vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.
Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a 
diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su 
residencia.
Desde ese día le acompañé a diario. Dejé muchos compromisos de lado. La
 tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales abiertas y 
amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. Mi familia estaba amenazada 
con la pobreza.
Fueron días de mucha angustia. Sabía que caminaba por los caminos 
correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia. Los temores
 y las dudas de antes de la internación del Padre M. se disiparon. No 
quería arrepentirme de mis errores ni recibir el perdón y el consuelo de
 nadie más. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me 
paralizaba.
Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo del Padre M. Él me recibió 
con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Él ya los 
conocía. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en 
cuenta ni la carne ni la sangre ni las riquezas, sólo amaron la verdad y
 dieron público testimonio de su adhesión a la fe. "Más vale entrar al 
Cielo siendo pobres que irse al infierno por comodidades", sentenció.
Como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les hice una 
declaración de mi conversión. "¡El Demonio es protestante!" les dije 
para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las
 explicaciones.
Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a
 todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió 
mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el Padre M. quien
 me tranquilizó respecto al altercado. Desde entonces y después de 
pasados años de mi conversión nunca más fui admitido en casa como padre y
 esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus 
corazones siguen muy endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para 
mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su 
vida por la salvación de mi alma... y que con gusto veía el buen negocio
 ya cerrado. Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por
 mi esposa y mis seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida 
de gracia de la santa fe
Roma... mi dulce hogar
Rogué al buen sacerdote me preparara para abjurar mis errores y ser 
admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una mañana de abril de 2001 
fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. En junio de ese mismo 
año mi querido amigo entregó su alma al Señor, siendo muy llorado por 
todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los enfermos y presos que 
visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los pobres y necesitados 
que consolaba, los fieles que acudían a él en busca de consejo y del 
perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas. Mi querido 
sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes apoyos e 
impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico al 
trabajar especialmente con los conversos y preparados para la 
conversión.
Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más 
cercano al estilo del predecesor del Padre M. Yo sentí mucho esto porque
 con su prédica y actuar desmentía muchos de esos grandes principios 
eternos que había conocido y amado.
A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios que se hacen 
más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo 
que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino mas
 bien a mostrarnos todas las banderas, incluso las más radicales. Y 
éstas fueron, precisamente, las que más me indignaron pero a un mismo 
tiempo me atrajeron.
Pero persevero en el amor a la Iglesia de siempre, a esa doctrina de la
 que el Señor dijo que pasarían Cielo y Tierra pero que ni una sola jota
 sería cambiada.
Bien se por experiencia propia y por la de tantos que han compartido 
conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error 
no producen conversiones. Y las pocas que se producen son de un género 
muy distinto – por superficiales y emocionales – de las verdaderas 
conversiones, esas que producen santos. La realidad es la que constataba
 a diario como Pastor protestante, cuando la poca preparación de los 
católicos y la confusión que produce el falso ecumenismo llenaban las 
bancas de nuestras iglesias y los bolsillos de nuestras congregaciones 
evangélicas. La ignorancia religiosa de los fieles es la cosa más 
agradecida por las sectas, porque al ser muchas veces hija de la pereza 
espiritual se acompaña por la pereza intelectual. Basta entonces 
cualquier cosa que les emocione, que les haga sentir queridos, y luego 
viene el sermón acostumbrado para hacerles dudar primero y luego darles 
respuestas rotundas. Eso los desestabiliza y luego les atrae nuestra 
seguridad. ¡Y luego salimos a la calle a gritar contra los dogmas!
Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a los pies de María Santísima y 
pedir que por amor a la Divina Sangre de Su Hijo Amado obtenga la 
conversión de los paganos, de los herejes y cismáticos y que haciendo 
triunfar a la Iglesia sobre Sus enemigos instaure la Paz de Cristo en el
 Reino de Cristo.